La cueva se hace nido, querría. Las expectativas culposas no se cumplen. Pienso que ya debería soltar la rama y volar, pero me cuesta desprenderme del calor y la comodidad Del mullido sillón donde nos sentamos los tres. a una cama de una plaza, dura y de cuerina, que al principio es helada y luego, al contacto con mi cuerpo, tan caliente que es insoportable. Distancias lejanas aunque se rocen nuestras ropas al pasar. Aunque al darnos vuelta estemos los tres ahí, al lado, compartiendo como nunca una misma habitación. Distancias lejanas que se hacen oír en el silencio. Un silencio que no rompo porque no sé qué palabras elegir. Un silencio que separa, que me hace pensar que los desconozco, Un silencio que me duele. Cuántas palabras de amor entran en un silencio? Cuántos abrazos en una distancia? Es más inalcanzable, más fría, más lejana y dura la distancia que sentí mientras estaban a mi lado, que la que siento a 2600 km.
Acabo de modificar la fecha de publicación para que coincida con la fecha en que realmente sucede este día. Cuando tu espacio florece, nuestra casa también. No sé si será por decisiones medio inconscientes o inocentes en la vida. O si será porque mi vista simplemente se dirigió ahí, y recreó esta conjetura. Pero me resulta poético que sea así. Hace tres días cultivo mi tristeza, el corazón en silencio, y las palabras ardiéndome en la garganta. A veces, otras veces se hacen nudo, y otras simplemente parecen vapor. Anoche la tristeza desbordó en lágrimas, y hoy, un día después, entiendo qué era. Te extraño. Pensé que no soñarte, después de tu despedida onírica, me aliviaría. Pero me gustaría verte, aunque sea en ese mundo intangible, efímero. Visitame. Te espero.
El último día del año siempre ha sido, para mí, un día de retrospectivas Hoy, el primer último recuerdo que tuve uno que estaba en el archivo mental de Enero 2020, el último viaje que hice hacia La Plata. Me subía al avión, chocando los asientos a mis costados con la valija roja de cabina donde llevaba todas mis pertenencias. Por fin aprendí a viajar con poco. En la espalda, la pesada mochila con la computadora que siempre viaja conmigo. Llegué a la fila que indicaba mi boleto, chequeada dos o tres veces para evitar malentendidos y momentos incómodos. Tras acomodar mis pertenencias, reposé mi cuerpo en el pequeño y duro asiento del vuelo lowcost. De repente, de un sobresalto, me di cuenta que no nos habíamos sacado la típica foto de despedida que repetíamos cada año, ya sea en el aeropuerto o en la salida de casa antes de subir al auto. Me lamenté, me dieron ganas de bajarme corriendo a hacer esa foto, y me pregunté por qué una foto se me hacía tan importa...
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